18/1/17

GRINGA



Extendió su mano hacia el asiento donde estaba la mochila y buscó el boleto. Hacía cinco minutos que el autobús se había detenido y desde la ventana podía ver la camioneta verde con una decena de militares en la parte trasera. Se sonrió al recordar a “los de allá”, esos sí metían miedo. “Allá” era la palabra que usaba cuando pensaba o hablaba de su país; si evitaba nombrarlo no la afectaba, porque ahora ya no era ella la de “allá” sino la nueva de “acá”. 

Dejó de sonreír cuando vio que todos los militares portaban armas.  Desde su lugar pudo ver cómo una pareja de uniformados se disponía a subir al autobús. Miró alrededor buscando un posible “sospechoso”, entonces reparó en ella misma e instintivamente llevó su mano al pecho, donde ocultaba la bolsita de los documentos. Tocar la correa de hilo la relajó un poco, sus papeles estaban en orden, no había qué temer.

Un tercer militar se abrió paso y ascendió antes que la pareja:
– Por favor, los hombres bajan con sus bolsos y hacen una fila al costado del autobús. – gritó. 
Nada más, ni una explicación, o un buenos días; eso sí, había dicho “por favor”. 
En silencio, los pasajeros buscaron sus pertenencias y comenzaron a descender. 
Ella había elegido su asiento cerca del fondo, a una distancia prudente del molesto baño químico. 
Un joven, o un señor (jamás acertaba con las edades) esperaba en el pasillo que avanzara la fila del descenso. Aprovechó para mirarlo. Acá, (allá/acá), si tu piel está bronceada y tus ojos son achinaditos, seguro sos un indígena. Y si calzás huaraches, sos un campesino: Un campesino indígena. La fila avanzó y ella vio que el hombre había olvidado su campera en el asiento. 
– Se va a enfriar afuera, mejor se la alcanzo – Pensó mientras se levantaba de su lugar, iba hasta el asiento y tomaba el abrigo. Desde allí gritó – ¡Oiga señor, se le quedó la chamarra! – Pese a su grito el hombre no miró hacia atrás y descendió del autobús.
– Tal vez no habla español – se dijo mientras tomaba nuevamente asiento con la campera del hombre entre las manos. Un paquete liviano se deslizó de una de las mangas del abrigo y cayó al piso, ella se agachó para levantarlo y de inmediato reconoció el olor a marihuana. Con un escalofrío levantó el paquete y lo metió en el lugar de donde había salido. – Putamadre, yo mejor dejo esto donde lo encontré – Trató de levantarse, pero se detuvo enseguida al ver que la pareja de militares avanzaba por el pasillo del autobús. 
– ¿Y ahora? ¡Quién te manda jugar a la buena! Rápido, tranquilizate, meté eso abajo, menos mal que el paquete es negro…– En pocos segundos acomodó el bulto bajo el asiento y se recostó en el respaldo, tratando de parecer inocente. La pareja de militares avanzaba por el pasillo, tocaba respaldos, abría bolsos, hacía lo que siempre se hace cuando se busca algo.
Afortunadamente el hombre venía de su lado del pasillo. Bajito, oscurito, otro indígena, un soldadito indígena con su arma en bandolera.
Dos asientos antes de que llegara a su lugar, una súbita epifanía la hizo soltarse el pelo rubio, que dejó caer sobre los hombros.

Cuando el soldado llegó hasta su lugar, ella lo estaba esperando con una tímida sonrisa y la mochila abierta: en primera fila un paquete de siemprelibres.  Fue el golpe de gracia. El guardia apenas miró dentro del bolso y con un gesto tímido chapurreó un: – Gud morning señorita. – Y entonces ella, que se había llevado inglés a febrero todos los años del liceo, respondió con su mejor sonrisa: – Buenous tardes seniour.  

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