11/11/15

AZUL

Fue hace dos semanas, el jueves. Me acuerdo bien porque los jueves voy a la mansión de los Guimaraes, al otro lado de la ciudad y tengo que levantarme a las 6 para estar en hora. No entiendo porqué me piden que llegue a las 8, si realmente mi trabajo empieza a las 10, que es cuando traen la ropa de cama para planchar.  Planchar todo el día, eso es lo que hago, cosas de la gente rica.  Nosotros cambiamos las sábanas cada semana y no se nos ocurre plancharlas ¿para qué hacerlo si igual las vamos a arrugar? 
Como le decía, eran las cuatro de la mañana cuando Gilberto se levantó. Yo me hice la dormida, Gilberto tiene muy mal humor cuando despierta temprano, y también tiene la mano pesada.  A través de mis ojos entrecerrados pude ver cómo se vestía y cómo buscó esa cosa bajo la cama, era eso que usan para hacer palanca y así cambiar las ruedas de los autos.  Después Gilberto salió de la pieza, pero regresó enseguida a buscar un pasamontañas que siempre esconde detrás de la virgencita.  Así me di cuenta de que iba a uno de sus “bisnes”, como él les dice.
Regresó rápido, poco antes de las 6.  En cuanto lo vi entrar supe que me convenía irme, antes de que me pidiera que le hiciera el desayuno, así que me apresuré a tomar el bolso y salir.  Pude ver que había dejado contra la pared algo envuelto en una tela, por el tamaño y la forma supuse que se trataba de un vidrio. 
Regresé del trabajo por la noche.  Gilberto ya estaba borracho y con hambre.  La planchada del día había sido pesada, me dolían los brazos y también las piernas.  Rápidamente calenté un resto de guiso, le serví y me acosté en silencio.  Gilberto encendió la radio y se puso a cantar, pero yo estoy tan acostumbrada que me dormí ni bien apoyé la cabeza en la almohada.
Me desperté antes de la madrugada, a esa hora puedo moverme libremente y pensar, mientras preparo la comida del día.  Al buscar las zapatillas bajo la cama vi el paquete del “bisnes”.  Mientras Gilberto roncaba como motor viejo, empujé hacia mi aquel envoltorio y le quité la tela… Era un cuadro ¡un cuadro! No me esperaba eso, en algún lugar de su gran cuerpo de negro, Gilberto tiene un lado romántico y a veces me trae un regalo, especialmente cuando se siente culpable. Observé el dibujo.  Era el retrato de una mujer, llevaba un vestido negro como de luto y tenía un gesto de “te estoy observando”, no tenía más colores que el negro del vestido y el azul, puro azul, ningún color para alegrar nuestra fea habitación.  Mientras lo devolvía a su lugar me reí en silencio. Imagínese, un cuadro tan triste colgando en esa pieza tan fea.  Era cosa de risa, “cosa del negro Gilberto” me dije.

Me enteré el viernes por la noche, rumbo al centro comercial donde hago limpieza. Me aburría en el autobús, cuando recordé que en la bolsa traía el periódico del día anterior.  Lo abrí, y tuve que ahogar un grito cuando leí la noticia de portada: “Roban valiosas pinturas del Museo de Arte de San Pablo, entre ellas: Retrato de Suzanne Bloch de Pablo Picasso.  Las obras están valuadas en más de 50 millones de dólares y no tienen seguro.  No hay pistas de los ladrones”.  Casi me desmayo al ver la foto del cuadro azul con la señora de luto, un sudor frío me subió al rostro y me aferré al pasamanos para no resbalar del asiento.  Poco a poco me fui calmando.

Mientras el autobús avanzaba, mi mente viajó 10 años atrás.  En aquél tiempo Gilberto estaba en el penal, había caído por robo a mano armada. Cuando lo supe pensé en abandonarlo, hacía tiempo que quería hacerlo pero no me atrevía, ésa era mi oportunidad de desaparecer para siempre.  Pero no lo hice.  No sé porqué.  ¿A usted no le ha pasado que quiere hacer algo y lo va postergando y postergando?  A mi me pasa siempre.  Siempre fui así, desde pequeña.  Aquella vez del robo le dieron dos años, y durante todo ese tiempo Gilberto juró y volvió a jurar que nunca más volvería a robar, que había aprendido su lección, que dejaría la bebida… La primera noche que salió se emborrachó como nunca y estrenó un nuevo hábito: darme una golpiza; así, porque sí.  Creí que no lo soportaría, pero me acostumbré.  Igual que me acostumbré a todo siempre.

Pero hay algo que no puedo olvidar y por eso estoy aquí hoy.  Verá, hace unos años estuve embarazada.  Yo siempre quise tener un hijo pero no quedaba, así que fui al terreiro y le llevé una gallina a Yemanjá.  Ella es buena y escucha el corazón de los que sufren.  Al mes estaba preñada.  Me sentía tan feliz que parecía tener alas en los pies, hasta Gilberto lo notó: “Mi negra, no sé qué tiene pero parece una diosa”.  Yo no me atrevía a decirle, pero cuando lo vi así, tan cariñoso, le conté lo del hijo.  Se enfureció y exigió que me lo quitara, hasta ofreció pagar para que fuera a una clínica clandestina, más segura que la vieja comadrona.  No le dije nada y esa noche me escapé a casa de una prima que vive en las afueras.  Demoró dos meses en encontrarme, pero lo hizo.  Cuando apareció, yo estaba colgando ropa en el fondo de la casa.  Me asusté mucho al verlo, pero parecía otra persona, estaba cambiado, perfumado, bien vestido.  Me regaló flores y me suplicó que volviera, mientras acariciaba mi panza y hablaba cariñosamente.  Yo le creí y esa noche regresé con él.  Recuerdo que me alzó en brazos para entrar en la casa, me dejó junto a la cama, cerró la puerta, y me dio un brutal puñetazo.  Caí al piso y mientras estuve conciente traté de proteger mi vientre. “Esto es para que entiendas que acá se hace lo que yo digo”.

Tardé varias semanas en recuperarme.  En el hospital me ofrecieron ayuda social, pero la rechacé.  Mi bebé estaba muerto y ya no me importaba nada, sólo vengarme.


Y es por eso que estoy aquí comisario. Quédese con la recompensa, yo sólo quiero ver cómo lo encierran y pierde lentamente la vida que me mató.