28/7/08

Dactilo qué


Rato sin escribir.
Mi vida anda ahí, no termina de tomar forma la cosa laboral y no sé si se trate de que tome forma. Todavía no completo para agosto (sí, ando viviendo un poco al día) pero pintó un laburo que pensé que nunca más haría. Así que ando desempolvando viejas habilidades, esta vez la mecanografía.
Me pagan tres pesos pero es a domicilio y de momento me sirve, se trata de transcribir audios, entrevistas, un embole bah, pero "esloquehay valor".
Encarar esto trajo a mi memoria mi primer encuentro con la remington de mi abuelo (igualita a la foto che). La primera vez que la vi yo tenía 4 años, se ve que mi vieja tenía que completar un laburo de la oficina y la sacó de abajo de unos estantes, le debe de haber costado porque pesaba un montón. Yo escuché ruido y fui a ver...qué maravilla, no alcanzaba a entender lo que veía pero a partir de ahí mi madre se convirtió en un ser mágico, sus dedos no paraban en el teclado y el rítmico sonido de las teclas al golpear me dejaron fascinada. Mi sorpresa aumentó al escuchar la campanilla y ver el movimiento automático de mi madre regresando el rodillo...pura magia.
A partir de ese momento se definió mi vocación: sería escribidora, secretaria...lo que fuera con tal de tener la oportunidad de hacer bailar los dedos y escribir a esa velocidad. Los años pasaron y la verdad el panorama no pintaba para escritora sino que para secretaria...y eso con suerte, con mucha suerte. Ellos querían que laburara, que fuera a Tata o Manzanares (fijación de mi abuelo), a pedir laburo de cajera o de lo que fuera, y no, no había un mango, pero yo me resistí, estaba en segundo de liceo y quería por lo menos llegar a cuarto para encarar un administrativo en la UTU. Ya me había dado cuenta que la mano venía jodida. La cosa es que al terminar cuarto conseguí que mi tía la monja me ayudara a conseguir beca para el secretariado del colegio. Y ahí empecé a aprender mecanografía.
Un poco para mandarme la parte y otro poco porque quería hacerme la industriosa, le pedí a mi abuelo que me prestara la remington que guardaba celosamente envuelta en unos plásticos. Él me dijo que si quería la máquina se la pidiera formalmente, así que le escribí una carta, al mejor estilo secretarial, con copia al carbónico y todo. Le dí la carta firmada en la que decía que me comprometía a cuidarla y devolverla cuando terminara mi curso. Recuerdo que la leyó y mientras buscaba la lapicera para firmarme la copia me miró emocionado y me dijo casi llorando: "vas a ser una buena secretaria".
Claro, fuera de contexto esto no suena a mucho. Pero hay algunas variables a tener en cuenta.
En primer lugar esa remington fue su primer máquina de escribir, él se la compró un rato después de haber aprendido y siempre contaba cómo había hecho para aprender quedándose fuera de hora a practicar con la máquina de su jefe (le habían prometido un ascenso si aprendía mecanografía), así que escribir a máquina representó la barrera a saltar y él la había saltado.
En segundo lugar, mi abuelo siempre fue un sorete, nunca escuché de él una frase animosa ni nada parecido, siempre rezongaba, siempre le molestaba lo que yo hacía. Si llegaba y me veía leyendo decía "siempre con las ruedas para arriba vos" y linduras por el estilo. Sólo cuando estaba en las últimas aflojó un poco, y gracias a eso le salió el lagrimón cuando me dio la máquina.
Jamás se la devolví, se murió antes y la verdad no pensaba hacerlo. Esa remington fue testigo de mis primeros poemas. Me encantaba quedarme hasta tarde, la casa en silencio, yo soñando. Cuando me fui de casa no pude llevarla (la asumí como herencia), pesaba un montón y me había mudado a una habitación de dos x dos. El desuso y la humedad la petrificaron. Cuando estuve lista para llevarla conmigo ya era tarde, no había quién moviera esas teclas...Mi vieja la regaló una tarde desprevenida y si bien me jodió un poco, también fue un alivio librarse de ese lastre significante.
Unos años después, cuando me volaron de la Carve, me ofrecieron para compensar transcribir entrevistas para el portalx (3 pesos y un horario de mierda), así que eso fue lo último que hice antes de subirme al avión.
Y ahora, 6 años más tarde, de forma tangencial, provisoria y con un panorama levemente más prometedor del que tenía en Uruguay, me toca desempolvar mis dotes dactilográficas y, modestia aparte, tengo terrible velocidá.