Extendió su mano hacia el asiento donde estaba la mochila y
buscó el boleto. Hacía cinco minutos que el autobús se había detenido y desde
la ventana podía ver la camioneta verde con una decena de militares en la parte
trasera. Se sonrió al recordar a “los de allá”, esos sí metían miedo. “Allá”
era la palabra que usaba cuando pensaba o hablaba de su país; si evitaba
nombrarlo no la afectaba, porque ahora ya no era ella la de “allá” sino la
nueva de “acá”.
Dejó de sonreír cuando vio que todos los militares portaban
armas. Desde su lugar pudo ver cómo una
pareja de uniformados se disponía a subir al autobús. Miró alrededor buscando
un posible “sospechoso”, entonces reparó en ella misma e instintivamente llevó
su mano al pecho, donde ocultaba la bolsita de los documentos. Tocar la correa
de hilo la relajó un poco, sus papeles estaban en orden, no había qué temer.
Un tercer militar se abrió paso y ascendió antes que la
pareja:
– Por favor, los hombres bajan con sus bolsos y hacen una
fila al costado del autobús. – gritó.
Nada más, ni una explicación, o un buenos días; eso sí,
había dicho “por favor”.
En silencio, los pasajeros buscaron sus pertenencias y
comenzaron a descender.
Ella había elegido su asiento cerca del fondo, a una
distancia prudente del molesto baño químico.
Un joven, o un señor (jamás acertaba con las edades)
esperaba en el pasillo que avanzara la fila del descenso. Aprovechó para
mirarlo. Acá, (allá/acá), si tu piel está bronceada y tus ojos son achinaditos,
seguro sos un indígena. Y si calzás huaraches, sos un campesino: Un campesino
indígena. La fila avanzó y ella vio que el hombre había olvidado su campera en
el asiento.
– Se va a enfriar afuera, mejor se la alcanzo – Pensó
mientras se levantaba de su lugar, iba hasta el asiento y tomaba el abrigo.
Desde allí gritó – ¡Oiga señor, se le quedó la chamarra! – Pese a su grito el
hombre no miró hacia atrás y descendió del autobús.
– Tal vez no habla español – se dijo mientras tomaba
nuevamente asiento con la campera del hombre entre las manos. Un paquete
liviano se deslizó de una de las mangas del abrigo y cayó al piso, ella se
agachó para levantarlo y de inmediato reconoció el olor a marihuana. Con un
escalofrío levantó el paquete y lo metió en el lugar de donde había salido. –
Putamadre, yo mejor dejo esto donde lo encontré – Trató de levantarse, pero se
detuvo enseguida al ver que la pareja de militares avanzaba por el pasillo del
autobús.
– ¿Y ahora? ¡Quién te manda jugar a la buena! Rápido,
tranquilizate, meté eso abajo, menos mal que el paquete es negro…– En pocos
segundos acomodó el bulto bajo el asiento y se recostó en el respaldo, tratando
de parecer inocente. La pareja de militares avanzaba por el pasillo, tocaba
respaldos, abría bolsos, hacía lo que siempre se hace cuando se busca algo.
Afortunadamente el hombre venía de su lado del pasillo.
Bajito, oscurito, otro indígena, un soldadito indígena con su arma en
bandolera.
Dos asientos antes de que llegara a su lugar, una súbita
epifanía la hizo soltarse el pelo rubio, que dejó caer sobre los hombros.
Cuando el soldado llegó hasta su lugar, ella lo estaba
esperando con una tímida sonrisa y la mochila abierta: en primera fila un
paquete de siemprelibres. Fue el golpe
de gracia. El guardia apenas miró dentro del bolso y con un gesto tímido
chapurreó un: – Gud morning señorita. – Y entonces ella, que se había llevado
inglés a febrero todos los años del liceo, respondió con su mejor sonrisa: –
Buenous tardes seniour.